Donald Trump, durante la campaña electoral.
Donald Trump, durante la campaña electoral. DAMON WINTER

Algo que Donald Trump aprendió muy joven es que, cuando uno llama a una puerta, no debe quedarse plantado enfrente, sino echarse a un lado. El primer trabajo que hizo para su padre, un constructor que hizo fortuna con la promoción de viviendas asequibles en los distritos neoyorquinos de Brooklyn y Queens, fue ir a cobrar los alquileres remolones, casa por casa, junto a un empleado especializado en la materia. Ser alto, imponer con la presencia física, era necesario. Pero, aun así, si uno daba con un apartamento desafortunado, podía llevarse un disparo, así que ante la puerta solo se exponía la mano.

Donald John Trump, el presidente electo de Estados Unidos, nació ya rico el 14 de julio de 1946. Su padre, Fred, era hijo de un inmigrante alemán, pero durante décadas la familia hizo creer que sus orígenes eran suecos, como recoge la biografía de Michael d’Antonio, para no ahuyentar a la clientela judía de Nueva York tras la Segunda Guerra Mundial.

El inesperado ascenso del hijo de un constructor a la presidencia del país más poderoso del mundo no se explica en las estructuras de los partidos, ni en el Senado de Washington o la política local, cantera tradicional de los presidentes americanos. Tampoco en los salones del establishment. Hay que buscarlo en los platós de televisión, en el Manhattan de la Hoguera de las vanidades y en las calles más difíciles del Brooklyn y el Queens de los años sesenta. El hombre que sacude el mundo comenzó su andadura llamando puertas y esquivando potenciales disparos en barrios humildes.

Cuando estos días tanta gente se pregunta cómo un millonario de la Quinta Avenida —un hijo de papá que vive en mansiones versallescas— se ha metido en el bolsillo a tanto votante obrero enfadado con el sistema, ayuda mucho retroceder a esos años de recaudador, a la época en que su madre, pese a todo el dinero que tenían, iba personalmente a las lavanderías de los edificios de la familia a recoger las monedas de las máquinas.

La calle en la que creció, en Jamaica Estates, una zona adinerada de Queens, está formada por residencias elegantes, jardines cuidados y coches buenos aparcados. La casa, porticada, de ladrillos marrones y columnas blancas, es una de las mayores del barrio. Pero bajando por la misma acera, a tan solo cinco minutos, llega uno a la avenida Hillside, otra dimensión. Las tiendas árabes de comida halalse multiplican en la calle, ocupada por comercios de todo a 99 céntimos, compraventa de oro y desprendiendo un olor mayúsculo El Palacio de la Barbacoa.

El hombre que ha llegado a la Casa Blanca azuzando los sentimientos del nacionalismo blanco americano procede del lugar más multiétnico de Nueva York, Queens, y de una zona concreta en la que las casas de los ricos estaban pegadas a las de aquellos de clase obrera. Kevin Russell, un vecino de 50 años de su misma calle, dice que Trump “era un tipo muy amable, que estuvo viniendo a ver a sus padres hasta el final, hablaba con todos”. “Esas cosas que dice ahora de la inmigración no pueden venir de él, esto es Queens, hemos vivido todos juntos en paz”, asegura.

El magnate posa con su padre en la inauguración de la pista de hielo de Central Park en 1987
El magnate posa con su padre en la inauguración de la pista de hielo de Central Park en 1987 GETTY

Pero la tensión racial siempre ha estado presente en la vida del próximo presidente de Estados Unidos. En 1973 fue denunciado junto a su padre por discriminar la entrada de las familias negras en sus propiedades de alquiler. Y nunca ha dado marcha atrás en el llamado caso de los cinco de Central Park,cuando en 1989 unos adolescentes —un hispano y cuatro afroamericanos— fueron condenados por una violación que, se supo en 2002, no habían cometido. Cuando aún no se había celebrado el juicio, Trump pagó anuncios a toda página pidiendo la pena de muerte. Fueron exonerados, pero el empresario ha mantenido que son culpables.

Miente a menudo. Entró en política también con el lanzallamas de la raza en la mano, abanderando en 2011 la campaña que cuestionaba el origen del presidente Barack Obama. Fue tal la presión que este tuvo que llegar a mostrar su certificado de nacimiento. Aquel año, en la tradicional cena de periodistas en la que el presidente pronuncia un discurso jocoso, la víctima fue Trump, sus aficiones televisivas y los concursos de belleza. “Sin duda, Donald traerá el cambio a la Casa Blanca”, se burló Obama. Hay quien dice que eso le espoleó.

Muchos seguidores de Trump, a lo largo de la campaña, argumentaban que les inspiraba confianza porque su candidatura era desinteresada: ¿por qué querría un magnate multimillonario meterse en política, teniendo ya todo? Es tan difícil —o tan fácil— de explicar como su adicción a las cámaras. No se entiende el ascendente de Trump en la sociedad estadounidense sin su condición de showman: presentó 14 temporadas de El Aprendiz, un concurso de talentos en el que desempeñaba el papel de ogro, de tipo exigente que decía las cosas con crudeza. Cuanto más agresivo era, más audiencia lograba.

Trump ha utilizado a los medios toda su vida para obtener publicidad gratuita, aunque fuera a golpe de polémica. “El precio de un anuncio a toda página en The New York Times puede ser de más de 100.000 dólares, pero cuando publican una noticia sobre alguno de mis negocios, no me cuesta un céntimo, y tengo una repercusión más importante”, confesaba en su último libro, América paralizada.En él admite que en ocasiones hace “comentarios indignantes” para darles a los medios “lo que buscan”.

Trump alimenta su imagen de matón. Cuando era un niño, le dejó un ojo morado a su profesor de música porque consideraba que el docente no sabía nada de la materia. Este y muchos de estos episodios han sido relatados en primera persona, en El arte de la negociación, una obra que publicó en los años ochenta, muy reveladora sobre la personalidad del próximo presidente, no tanto por la fiabilidad de lo que cuenta (mantiene la falsedad del origen sueco de su abuelo), sino porque muestra la imagen que Trump tiene de sí mismo o, más bien, la que quiere proyectar. Por ejemplo, dice que cuando llega a Manhattan, en los años setenta, unas de las primeras cosas que hace es intentar entrar al selecto Le Club, un local elitista al que costaba incorporarse sin conocer a alguien, como era su caso. Al final, Donald sale un par de veces con el presidente y aun así le cuesta convencerle. Esta es la razón: “Yo era joven y guapo y, como algunos miembros mayores del club estaban casados con mujeres también jóvenes y bonitas, temía que yo se las robara. Me pidió que le prometiera que no lo haría”.

Trump se ha casado tres veces. Con su primera esposa, Ivana, una maniquí de origen checo, pasó 15 años y tuvo a sus tres hijos mayores (Donald, Eric e Ivanka). Se separó en 1992, después de un affair con la actriz Marla Maples, con la que también contrajo matrimonio después, del que nació Tiffany. La pareja se rompió a los siete años. Con Melania, la futura primera dama, de origen esloveno y 24 años más joven, empezó a salir al poco tiempo, pero no se casaron hasta 2005. Son padres de Barron, ese chico de 10 años rubio que la noche de la victoria electoral miraba al público muy serio. Trump ha sido acusado muchas veces de abusos y él mismo, en un vídeo de 2005, se jactaba de poder manosear a las mujeres sin su consentimiento. Su primera esposa, Ivana, llegó a acusarle en un libro de haberla violado, aunque luego ha matizado sus palabras.

Nada le ha pasado factura electoral. En los mítines, sus votantes le quitaban hierro a cualquiera de sus insultos o provocaciones. “Me encanta la gente poco formada”, ha llegado a decir en referencia a sus propios votantes. Hay algo que fascina a parte de su electorado y es la exaltación de su éxito. Como escribió hace poco Lauren Collins, “si la promesa de Obama es que él era tú, la promesa de Trump es que tú eres él”. Trump quería convertirse en un rey del ladrillo en Manhattan. Hoy, unos 17 edificios de la ciudad llevan su marca, en letras enormes, aunque la mayoría no le pertenecen ya. Le gusta venderse como un hombre hecho a sí mismo, pero inició su propio negocio con un préstamo paterno de un millón de dólares de la época. Antes había pasado por la Academia Militar de Nueva York, la Universidad de Fordham del Bronx, de jesuitas, y la prestigiosa escuela de negocios Wharton, donde se graduó sin pena ni gloria.

Su abogado y amigo, en el inicio de la andadura por libre, fue Roy Cohn, mano derecha de McCarthy durante la caza de brujas y defensor de conocidos gánsteres de la época. De los primeros edificios en Manhattan, pasó a abrir casinos en Atlantic City, Nueva Jersey, donde se acogió a varias bancarrotas para evitar pagos. El imperio de Trump está muy ramificado, aunque el grueso de los negocios conocidos siguen siendo en el sector inmobiliario, turístico, los campos del golf. Durante la campaña, entregó un documento obligatorio por ley que mostraba sus intereses financieros y, según Reuters, recogía más de 500 entidades en el mundo. También está bajo investigación la Trump University por presuntas irregularidades.

UN IMPERIO EMPRESARIAL CON ORIGEN EN UN BURDEL

Donald Trump se refiere a la historia de su padre, Fred, como un cuento clásico de Horatio Alger, un autor del siglo XIX que solía escribir historias de chicos humildes que salen adelante con esfuerzo. Nacido en EE UU en 1905, Trump padre era nieto de un inmigrante alemán, el abuelo Friedrich, que se mudó de Nueva York a Seattle, al calor del boomminero en la zona, y allí regentó un burdel, según el autor Michael d’Antonio, que pasó tres años investigando la vida de Trump.

Fred padre se hizo rico con la construcción de viviendas, con el desarrollo de los distritos de Queens y Brooklyn. Como su hijo, también los conflictos raciales marcaron su vida: fue denunciado por discriminación en las viviendas y documentos de 1927, publicados por The Washington Post, muestran que Fred Trump fue detenido en los disturbios del Ku Klux Klan. El magnate ha negado esta información.

El futuro presidente recuerda a su madre, Mary, fascinada con el lujo y el glamur. Escocesa de nacimiento, no se podía despegar de la tele el día de la coronación de la reina Isabel de Inglaterra. El futuro presidente tuvo cuatro hermanos, dos mujeres y dos varones. Siempre recuerda con emoción a Fredy, que murió alcohólico a los 43 años. Trump no bebe.

El magnate cifra su fortuna en 10.000 millones de dólares, un volumen que exhibe como aval de su capacidad de gestión: si era capaz de engordar así su negocio, lo sería también de enriquecer al país, pero en Bloomberg lo han rebajado a 3.000 millones. Lejos de disimularlo, a Trump le gusta presumir de dinero. Siente desdén por las costumbres de la alta sociedad. Cuando se hace con el lujoso resort Mar-a-lago en Palm Beach (Florida), pide al chef que incluya en la carta el pastel de carne y puré de patatas, su plato favorito, una antítesis del refinamiento gastronómico, y bromea: “La mitad de la gente lo pide, siempre que lo tenemos. Pero después, si les preguntas qué comieron, lo niegan”, le explicaba al escritor Mark Singer, un reportero de la revista New Yorker, en El show de Trump.

En una entrevista con EL PAÍS, Singer, sostenía que “no existe Donald Trump, es un personaje”. Pero hay algo genuino en su extravagancia: es imprevisible. Cuando publicó su libro, Trump reaccionó con furia. La publicidad que el percance le supuso al libro le llevó al escritor a enviar al empresario un cheque de 37,8 dólares, como sarcástico agradecimiento. Singer tiene el resguardo enmarcado en su casa: Trump había ido a cobrar el cheque.